Dice mi vieja
que de bebé nunca molestaba, ni lloraba. Cuenta que me dejaba abajo de un árbol
y me quedaba toda la tarde ahí sonriendo, mirando la danza de las hojas.
Aceleré, se estaba por acabar el
pavimento. En la segunda curva se abrió el horizonte: apareció el lago, rodeado
de cipreses, robles y cohiues, que crecen sobre las rocas y caen el agua en picada. No
quedaba rastro del otoño y su gama cubista de ocres, rojos, amarillos y
naranjas que se reflejan en figuras sobre el lago. El invierno es los verdes y
el agua plateada.
Llegué al
mirador y hacía más frío que a la mañana. El cielo se había cubierto un poco.
Dejé la moto y la mochila y me acerqué a la baranda. Del otro lado se veía la
cascada. Siempre tuve una fantasía con las cascadas japonesas que están
pintadas como en acuarela con esos pinceles finitos, rodeadas de bambú. Las
patagónicas son parecidas, pero rodeadas de caña colihue, una especie
más finita que el bambú.
La cascada
caía abriendo un tajo en el bosque verde invernal de pocas hojas en
las primeras ramas. La miré extasiada unos segundos. No quería sacarle fotos,
no quería llamar a alguien para que la viniera a ver: quería verla yo sola, pero
verla en serio con cada átomo de mi cuerpo hasta
ser su agua fría
estruendosa
bajando entre piedras
cauce crecido
nevada reciente
que rompe ramas nuevas y aturde
La quería
mirar sólo a ella unos segundos, sin pensar en nada. Escucharla y sentir la bruma húmeda y plateada
que se acercaba a mi cara y coronaba el bosque como una nube que
perdió su camino. Cuando
pude levantar la mirada, vi entre las copas que había empezado a nevar. Era una
nevada de copos gordos, que tardan en derretirse en la mano y en la campera.
Ahí los vi, misiles en mis
retinas
Caían sobre mí en combas excéntricas
Caían como salidos de chorros con
centros infinitos.
Caían entre las copas que se
abrían para engullir la cascada
Caían sobre mí y veía el cielo
plateado, nublado
No sabía si mirar, oler, tocar,
comer o gustar
Los miré primero, como había
visto la cascada
Los miré sabiendo que estaba sola
y que nadie iba a verlos ese día con ese cielo
Los copos dibujaban ciudades,
bibliotecas y cartografías en mi campera antes de derretirse (por
la mitad) y quedarse apuntándome desde el hombro
No quería irme
Quería quedarme ahí en el mirador
escuchando la cascada
en el bosque frío de invierno con
los copos que caían
como en las fiestas cuando largan
el humo
o como en los recitales cuando
largan el papel dorado
Caían y me acariciaban como si
fuera una deidad invernal con sombrero de lana
Caían y yo los miraba con los
mismos ojos con los que miraba bailar las hojas de los árboles
Me hice una
promesa a mí misma
No me prometí sacarles una foto
no me prometí escribir sobre
ellos
no me prometí volver en un día
parecido para tratar de verlos
Me prometí que no me iba
a olvidar nunca de la imagen
de los copos cayendo como pequeños
círculos
sobre un fondo plateado
sobre un fondo plateado
Cuando los enfocaba de cerca eran
como castillos de hielo,
como matemáticas eternas y
borgeanas.
Me prometí no olvidarme,
no de eso de los castillos,
sino de esos copos redondos y
grises
como manchas o como hombres que
se tiran de un avión
vistos desde muy abajo,
o como misiles de amor
Me prometí no olvidarme nunca de
esa foto mental y sensorial
con el ruido de la cascada y el
fondo plateado
Me prometí que si alguna vez
estaba triste iba a acordarme de esos copos
que miraba extática,
obsesiva,
estoica
que se derretían y enganchaban en
mis pestañas,
enfriaban mi cuello y mojaban mi
ropa
Me prometí eso y nunca rompí esa
promesa
Todavía hoy no me olvido nunca de esos copos y de esa fiesta que me esperaba en la cascada
Todavía hoy no me olvido nunca de esos copos y de esa fiesta que me esperaba en la cascada
Pasaron diez años y cada tanto la
miro
No la tengo guardada en una carpeta,
nunca la voy a perder y,
hasta ahora,
nunca le había contado a nadie de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario