La mujer que está en el centro de la imagen es el punctum de la fotografía. El punto donde
los ojos se detienen inevitablemente, y se demoran. La mirada recorre el resto
de las caras, el extraño encuadre (que puede ser la cabina de un barco) pero se
fija, finalmente: en ella. Atrás el mar, o un lago y montañas. Un grupo de personas,
también, sonrientes la rodean. Un hombre rubio es el
único que no mira a la cámara que está por registrarlo. Ella está en el medio de la imagen. Su
torso recortado por una postura como de actriz de Hollywood en los cincuenta. Su mirada, de perfil, perfora
el lente de la cámara.
Registrarlo todo es la pasión de algunos. Después de la invención de la cámara
obscura registran en fotografía y video. El click del obturador. Benjamin,
Barthes, Deleuze y Godard. Una generación obsesionada por la tecnología
de la imagen. Mi viejo y su manía por la fotografía, por los videos. Los
estantes llenos de super ocho. El palo en moto, una flor que abre sus pétalos, el viaje de egresados, Chile en motorhome con amigos, mis primeros pasos tambaleantes en el bosque,
los partidos de fútbol y un atardecer filmado cuadro por cuadro. La cámara fija
y un cielo que se destiñe del celeste hacia los naranjas y los rosas, hasta
llegar al azul y el violeta estrellado.
El punctum es su
sonrisa. O la mirada. O las flores que tiene en sus manos y muestra a la
cámara. Sonríe, está contenta. No está cansada de que mi viejo la fotografíe. En las fotos hay fantasmas. Personas muertas sonríen,
miran o interrogan con su luz que se imprime sobre los granos de plata. Como
estrellas que siguen iluminando después de su muerte.
Barcos que navegan entre montañas y
lagos. Una nena que sonríe mostrando las flores de una retama patagónica. Las
personas que se crían en la naturaleza salvaje, son especiales. Eso veo cuando
me cruzo con la mirada de mi hermana. Pienso en el frío en sus manos. En sus
pies quizás enfundados en botas de goma. En mi viejo que la ayudó a vestirse.
En ella y cuanto ama el bosque que con sus columnas de árboles rodea la infancia.
Como las columnas de Gaudí rodean la nave de la sagrada familia. Él pensaba en
un bosque cuando la diseñó.
Una nena sonríe mientras sostiene el pie de la del medio. La
tercera hace una posición de ballet sola y, la velocidad del obturador y la luz
del momento, decidieron que su mano esté movida. Las rodea el bosque. Las ramas se recortan negras, arborescentes, sobre el cielo. Quemadas porque la
luz del cielo decide el par velocidad-obturador. Ellas salen visibles, no en
foco, pero visibles. La nena de la izquierda sonríe y se parece a mi tía
Fernanda, tan modosa. La del medio tiene las cejas de Frida Kahlo y la deja
hacer mirando tranquila con las manos cruzadas sobre el regazo. Una cruz de
madera recorta su vestido blanco, justo por encima de los antebrazos. Ella mira
desde el centro de la escena. Mientras
mira se mete en el centro de la imagen. Es el punctum de la foto.
Una foto es, el último viaje. Es el instante donde la vida
se recorta, punza sobre la muerte. Mata la muerte con muerte porque detiene.
Pero nunca hay un último viaje. Las fotos me llevan a infinitos comprendidos en
infinitos.
Una mujer, un barco y un lago. En la segunda la niña
muestra las flores y sonríe. En la tercera las tres se dejan acunar por el
bosque. Misterioso vínculo entre lo femenino y la naturaleza.
Mientras escribo escucho el ruido de la lluvia que acaricia
en su ritmo atonal las hojas de los árboles en el patio de San Telmo. Me
gustaría estar ahora, desnuda o con ropa, con o sin caballo, sin o con resfrío,
abajo de esa agua, abajo de esos árboles. Me gustaría clavarme todas las
astillas de esos troncos mientras los subo. Me gustaría dormir en sus ramas. Me
gustaría hacerme una corona con las hojas. Me gustaría invitar a mi hermana a
construir una casa ahí arriba. Si pudiera bajaría a la calle y ensillaría para galopar una semana bajo la lluvia entre
araucarias de quinientos años. No llevaría una cámara. Confío, de otro modo, en la eternidad de esos microsegundos.
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